LA PARáBOLA DE BARRABáS Y LA SUERTE DE JAVERT

Estamos en Semana Santa, conmemoración del mítico desenlace del Nuevo Testamento y uno, que milita en el valor del pragmatismo político frente a la determinación moral, encarnado a la perfección por Poncio Pilato, como ya contamos por aquí, siempre recuerda estos días que el intento postrero del gobernador romano por salvar de una condena sin base al hijo adoptivo del carpintero fue el de ofrecer al pueblo la posibilidad de indultarlo. La leyenda dice que Pilatos, tal como era costumbre entonces, ofreció a la muchedumbre que eligiera entre salvar a Jesús o a Barrabás, un convicto condenado a crucifixión por participar en un motín que acabó con derramamiento de sangre, y que la multitud coreó el nombre de Barrabás, condenando la suerte del nazareno. Aunque no hay evidencia histórica de la existencia de tal personaje –ni siquiera de la supuesta costumbre judía o romana de indultar presos en Pascua–, la parábola es perfecta para afianzar la moraleja del Nuevo Testamento: Barrabás somos todos nosotros con nuestros muchos pecados, y al pagar Jesús con su vida salva a ese pecador que somos cada uno. Poco más o menos.

El cine, siempre presto a desplegar secuelas, decidió imaginar qué habría sido de la vida del pobre desgraciado y en la película italiana titulada Barrabás, que adapta una novela del premio nobel Pär Lagerkvist, narró las aventuras del famoso reo, al que encarna Anthony Quinn, tras sobrevivir al corredor de la muerte romano, una peripecia que por supuesto concluye en su conversión al cristianismo. Es una convención narrativa: la vida del perdonado siempre ha de dignificar la gracia recibida. En la Biblia aparece antes en la parábola del hijo pródigo y también, aunque solo en términos solo espirituales, en la figura del buen ladrón. En la historia de la cultura, esta parábola del perdón arranca en el tercer libro de La Orestiada de Esquilo, titulado Las euménides. Orestes, perseguido por matar a su madre para vengar a su padre, llega a Delfos y se refugia en el santuario de Apolo. El dios Apolo le aconseja regresar a Atenas y someterse al tribunal humano donde finalmente obtiene el perdón.

Ese perdón tras un ciclo de sangre, como explican en La semilla inmortal Jordi Balló y Xavier Pérez, es una restitución de la ley y el orden, el fin del ciclo de los agravios mutuos. Frente a la pretensión de las Erinias, las deidades que persiguen a Orestes, de cobrar la sangre derramada con la sangre del huido, la ley de la democracia ateniense interviene para desterrar el ajuste de cuentas. La Orestiada, en la que aparecen todas las estaciones de los ciclos de sangre del cine de gánsters, es también un texto sobre el perdón como apología de la política civil. El perdón a Orestes refuerza la democracia ateniense y embrida las iras de los dioses. El perdón empodera a quien lo concede y ata a quien lo recibe, el héroe sometido a los remordimientos y a la persecución de quienes quieren reanudar el ciclo sanguinario, y resuelve la legalidad comunitaria, cuenta Esquilo.

Quizá el relato en el que mejor se aprecie el tipo de poder que ejerce el perdón sea el clásico de Victor Hugo Los miserables, llevado al cine tanto desde el original literario como desde el musical de Cameron Mackintosh escrito por Claude-Michel Schönberg y Alain Boublil. La historia establece un juego de espejos entre dos actos de perdón: por una parte, al principio del relato, el obispo de Digne perdona al prófugo Jean Valjean por robarle la plata y le dice que ha de hacerse digno de ese perdón: su vida ha de ser virtuosa a ojos de Dios. Y eso hace, convertirse en hombre de bien hasta llegar a alcalde de Montreuil.

En el tramo final de la historia, durante la represión posterior a la insurrección republicana, es Valjean quien perdona la vida a su infatigable perseguidor, el inspector Javert. La célebre canción del musical Estrellas es el gran momento de Javert, cuando toma conciencia del alcance del perdón:

“Cómo le puedo permitir tener dominio sobre mí. El hombre que yo he perseguido me dio libertad y me perdonó. Darme la muerte pudo él, fue su deber. También el mío fue morir y no este infierno padecer. El cielo del infierno es él y sabe bien que al concederme hoy vivir la muerte reina en mi ser”. 

El inspector Javert (ojo que va un spoiler) se suicida lanzándose a las oscuras aguas del Sena, incapaz de admitir la gracia recibida, porque, como hemos visto, la merced del perdón eleva a quien la da y endeuda a quien la recibe. Ese es el peso político que recae sobre Carles Puigdemont, haber recibido el perdón del Estado enemigo a instancias de una amnistía impulsada por su mayor adversario, Esquerra. Decidir sobre el don y las deudas. Como cantaba el inspector antes del ominoso desenlace: 

“Ha de ser Valjean o Javert”. 

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